Mi tierra huele a verbena, a brisa fresca de las noches de verano, a ritmos y sones de cumbias, pasodobles y rancheras. Sobre un páramo yermo allí se juntan los sueños de los más jóvenes, las historias interminables de las jóvenes parejas y la melancólica nostalgia de los mayores.
Allí confluyen mercaderes de ilusiones, mercachifles de efímeras baratijas y personajes ávidos de hacer de la fiesta su particular agosto.
Sueños, esperanzas, desdichas y deseos de un mañana mejor se arremolinan en torno a un intenso aroma a pólvora de petardos, sobre el crepitar de las hogueras y las luces titilantes de las barracas. Entre las risas de los niños y el tumultuoso murmullo del gentío me adentro en la bruma de las tiempos, ajeno y distante, cercano e indiferente, preso de una desazón que accorrala mi existencia. La embriagadora situación me otorga una tregua y por un efímero instante mi mente, libre de ataduras, me otorga una tregua existencial y por un breve lapso de tiempo soy feliz.
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